Aunque sientas el cansancio; aunque el triunfo te abandone; aunque un error te lastime; aunque un negocio se quiebre; aunque una traición te hiera; aunque una ilusión se apague; aunque el dolor queme los ojos; aunque ignoren tus esfuerzos; aunque la ingratitud sea la paga; aunque la incomprensión corte tu risa; aunque todo parezca nada; ¡VUELVE A EMPEZAR!

Por qué lloras?





«Cierto fariseo lo invitó a que comiese con él. Fue a la casa del fariseo y se puso a la mesa. Mas he aquí que una mujer, que era conocida públicamente como pecadora en la ciudad, se enteró de que estaba comiendo en la casa del fariseo. Llevó un frasco de alabastro con ungüento, y poniéndose detrás, junto a sus pies, empezó a llorar y a mojar con sus lágrimas los pies de él. Con los cabellos de su cabeza los secaba. También besaba y ungía con el ungüento los pies. Al ver esto el fariseo que lo había invitado, dijo en su interior: Si éste fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es esta que le toca: una pecadora. Jesús respondió y le dijo: Simón, tengo una cosa que decirte... Están perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero al que se perdona poco, ama poco. Después le dijo a ella: Están perdonados tus pecados. Comenzaron los comensales a decirse: ¿Quiénes éste, que hasta perdona los pecados? Mas él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado; vete en paz» (Lc 7, 36-50).

Aquella mujer acudió a Jesús porque sabía que Cristo perdonaba los pecados. Y se puso a llorar. Reconocía su error humano, su situación lamentable, porque todo pecado también causa un mal en el orden humano. Pero sobre todo reconocía el mal que había hecho cara a Dios.

Ella había nacido para algo más que para arrastrarse por la vida y ser despreciada. Humanamente se había equivocado, había perdido su dignidad humana. Pero había otro orden: había perdido su dignidad sobrenatural, porque ella había nacido para algo mucho más alto, para vivir una vida sobrenatural e ir al Cielo. Y eso lo estropea el pecado.

Conviene que distingamos esos dos órdenes. Porque a veces podemos sentirnos heridos, humillados y llorar por dentro por la rabia que da habernos equivocado y estar ahora sufriendo en un Hospital, por la vergüenza o la humillación que produce psicológicamente el pecado, o por la pena de haber hecho daño a otro. Pero hemos de ir más al fondo, a la causa de todos esos males humanos: el pecado.

En este sentido, el sufrimiento nos puede hacer mucho bien. El dolor físico o el dolor moral pueden provocar dentro de nosotros algo muy importante, y es hacernos recapacitar y volver nuestros ojos hacia el Señor. Para no quedarnos en la queja amarga, en las lágrimas producidas por el orgullo herido o la pena.

Si algo de esto te sucede, mira al Señor. De todo se sirve Él para que vivas vida sobrenatural. Es posible que en estos momentos no tengas ningún sufrimiento y pienses que vas bien. Y creer que, como la vida te sonríe, no necesitas pedir perdón a Dios de nada. E incluso te permitas juzgar a los demás como pecadores. Que seas un poco fariseo porque estás pagado de ti mismo y pienses: ¿De qué tengo que pedirle yo perdón?

Jesús le dice al fariseo: «Simón, tengo una cosa que decirte.» Hoy te lo dice a ti también: Tengo algo que decirte: que mires al fondo de tu corazón y veas el amor que tienes o que te falta.

Es importante que no pierdas el sentido sobrenatural de tu vida. Porque no se trata de si estás contento contigo mismo, sino si Dios está contento de ti. Mira a ver si amas a Dios sobre todas las cosas con obras. Porque a lo mejor no sientes la necesidad de pedirle perdón porque no hay nada que te humilla, sencillamente porque no examinas tu conciencia.

Date cuenta de que ante Dios todos somos deudores y siempre podríamos amarle más. ¿Cuánto amas tú a Dios? Entonces, cuando se ama a Dios, se descubre la necesidad de pedirle perdón, de tener dolor de amor.

¿Por qué los santos y las santas se veían ante Dios como grandes pecadores y lloraron sus errores? Porque estaban muy cerca de Dios y le amaban mucho. ¿Por qué, entonces, tú no sientes esa necesidad?

Tenemos la oportunidad de acudir al Sacramento del Perdón, de la alegría. Pero hemos de analizar las disposiciones interiores, porque no basta con decir -o leer- una lista de pecados. Es necesario de alguna manera llorar los pecados.

El Señor nos quiere muy felices en esta tierra. Pero a la vez dijo: «Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados» (Mt 5,4). Él acogió las lágrimas de aquella mujer, como aceptó las de Pedro cuando lloró después de negarle tres veces; y transforma las lágrimas en alegría y en agua que sirve para ablandar y hacer el corazón sensible para el futuro.

Hay un texto de un santo que vivió en el siglo IV que es ilustrativo: «Todos los justos y santos han agradado a Dios por medio del llanto y la contrición; se han reconciliado con Él vertiendo lágrimas copiosas. El alma muerta por el pecado tiene necesidad del dolor, de los gemidos, de las lágrimas. Tienes que llorar por ella más que una madre a quien la muerte ha llevado un hijo a la tumba... Cuando el alma muere a causa de sus pecados y se separa de Dios, es Dios mismo quien se aflige por ella, por esa imagen suya que le ha sido arrebatada. Llora, pues, y gime por tu alma; ¡mira que Dios mismo se apena por ti, como una madre por su hijo único!

»Quien se ríe a la vista de un difunto, decimos que de esta forma está demostrando su odio por la familia del muerto; pero si le inunda el dolor y la aflicción, entonces sus lágrimas manifiestan un gran amor. Por eso, quien se alegra de estar muerto por el pecado, aborrece a Dios, que por él experimenta tristeza y pesadumbre... ¡Llora, pues, por causa de tu alma, oh pecador! Vierte sobre ella ríos de lágrimas y así la devolverás a la vida! Mira que tus ojos pueden revivirla, que a tu corazón le ha sido concedido poder resucitarla... El Misericordioso espera que tú derrames lágrimas para poder purificar tu alma y restaurar la imagen divina que había sido desfigurada» (San Efrén, Los pecadores serán arrebatados).

Desde lo hondo de tu corazón pídele perdón a Dios ahora con el salmista (Salmo 130) y, como él, ten la esperanza de ser liberado de tus pecados:

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.
Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.
Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor
más que el centinela la aurora.
Aguarda Israel al Señor
como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa,
y él redimirá a Israel de todos sus delitos.

credt:Libro: Pedir perdón a Dios


1. Los árboles rebeldes Jesús Martínez García - Año 2001

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